Reparto: Antonio de la Torre, Olimpia Melinte, María Alfonsa Rosso,
Manuel Solo.
Valoración: 8 / 10
COME, REZA, AMA
Por Lucía Pérez
García
No es un caníbal, es un gourmet de paladar exquisito. No
es el demonio, es un ángel devorador de almas. No odia, ama. Y su fe es
infinita.
Si hubiera que definir Caníbal en una sola palabra, sería SUGESTIÓN. No hay nada explícito. Está todo ahí, pero no lo vemos
con los ojos, sino con los sentidos. Con solo unos trazos, intuimos la muerte,
la violencia, el placer, la necesidad, la redención…unos trazos tan sutiles y
tan magistralmente concebidos que no nos damos cuenta de que todo lo que
creímos haber visto, en realidad, estaba escondido tras las cámaras.
Es increíble cómo, en poco más de quince planos (comparen:
la escena de la lucha entre Clarice Starling y Bufalo Bill de El silencio de los corderos concentra
veinte fotogramas en seis segundos) y apenas unas palabras, Martín Cuenca (La mitad de Oscar) es capaz de
mostrarnos un día completo en la vida de Carlos (Antonio de la Torre), hacernos
creer que hemos asistido a cada segundo y, lo que es más impresionante aún,
introducirnos en su subconsciente. Solo se para en lo esencial, y ahí es donde
se recrea la cámara; una cámara cuyo objetivo va más allá de la “carne”.
A Carlos le gustan las mujeres, el mismo lo dice en una
de sus pocas frases. Pero el gusto de Carlos es un tanto especial. A él le
gusta olerlas, saborearlas y sentirlas dentro, muy adentro. Pero Carlos no es
violento. Casi se diría -porque nos manipulan hasta el punto de llegar a pensar
esto de un hombre que descuartiza mujeres y se las come- que no tiene maldad.
Es un asesino, pero un asesino sofisticado. Sería el ejemplo perfecto para la discusión
que James Stewart mantiene con los invitados a la fiesta de La soga: el asesinato como una de las
bellas artes. Como el artista, Carlos es paciente, trabaja con sus manos, adora
la belleza y es un insinuador profesional. Ni un gesto, ni una sola palabra le
delatan. Con solo verlo masticar ya está todo dicho. He aquí la magia del
minimalismo.
No hacen falta música, ni palabras –hasta el minuto once
no escuchamos un buenos días-, ni detalles superfluos. Los paisajes de Sierra
Nevada, la sencillez de las actuaciones, algún que otro sonido aumentado hasta
inquietar –dígase tijeras, dígase cuchillo- y el objetivo psicológico, más que
físico, de la cámara; son suficientes. El tempo es lento y pausado, pero es una
lentitud que sabe a cine del bueno. Y no olviden que estamos hablando de cine
español.
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