Reparto: Sandra Bullock, George Clooney
Valoración: 9 / 10
YO QUIERO SER TAN ALTA COMO LA LUNA
Por Lucía
Pérez García
Ayer cumplí uno de mis sueños. Por primera vez pude ver
la tierra bajo las nubes, y no las nubes sobre la tierra. Pude comprobar la
inmensidad de los océanos y la sobrecogedora desventaja de los
continentes. Pude ver el amanecer
verdadero, aquel que no obedece a los puntos cardinales. Pude pisar la nada.
Pude, realmente, experimentar el significado de la palabra sublime.
Pero no todo fue agradable ahí arriba. Los sueños, a
veces, tienen algo de pesadilla. No solo sentí la paz infinita del universo
sino que, además, sentí de cerca la
muerte. La vista se volvía nebulosa, los pulmones chirriaban en su esfuerzo por
exprimir cada partícula de oxígeno, el dolor recorría cada músculo de mi cuerpo
paralizado por el agobio y la asfixia. Y en el silencio, solo alcanzaba a escuchar
mi corazón bombeando una sangre envenenada. El reloj de la muerte tiene el
timbre de un latido. Y yo pude sentirlo. Por primera vez, y en tres
dimensiones. En cierto modo, era como volver a nacer, o como no haber nacido.
Cuando me quité las gafas, mi sueño escapó de golpe, pero
aun seguía existiendo dentro de mí, en un rinconcito de mi hiperactiva cabeza.
Y desde su minúsculo escondrijo,
cantaba; y yo solo canto cuando estoy feliz. Algo hubo en aquel sueño que me
hizo ver el mundo de forma diferente. Hasta en la más dura circunstancia,
existe una luz positiva, y resulta que esa estrella lleva escafandra y tiene el
rostro de George Clooney.
Todo es tan simple que sorprende, aunque dentro de esa
simplicidad podamos encontrar muchas lecturas. Dos personas o, más bien, dos
almas flotantes. El lado positivo y el negativo de la vida. Y poco más. La
ingravidez absoluta y la más absoluta belleza.
Fue uno de los sueños más hermosos que he tenido. No
hubiera sido lo mismo en dos dimensiones. La sensación de poder abarcar el
mundo antes de que él lo haga contigo. El impacto del silencio más absoluto.
Por momentos quise extender el brazo y tocar las estrellas con mis propias
manos. Por momentos me sentí fuera de mi misma o, quizás, más adentro.
Desde ayer se que el espacio es diferente a la tierra. La
nitidez de la atmósfera terrestre desaparece con la distancia. A miles de
kilómetros de aquí todo está más difuminado, como si el oxígeno fueran
cristales graduados. O, al menos, así me lo enseñaron ayer, y fue maravilloso.
También aprendí que el silencio más placentero puede ser
roto por el molesto crujir de una palomita, que el maíz suena como una bomba en
tiempos de paz, y que las pajitas son un invento siniestro fruto de una mente
perturbada. Y, aun así, nada de eso consiguió despertarme por completo de mi
sueño.
Hoy soy un poquito más feliz. Me siento afortunada. Ya me
queda menos para alcanzar a Homer. Próximo destino: ¿los Oscar?
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