EXPOSICIÓN DE PINTURA DE IVÁN LAGARES, CC
METROMAR (2013)
UN
VIAJE SURREALISTA POR LAS IMPROVISACIONES DE UN ARTISTA IMPROVISADO
Por Lucía Pérez García
Seguramente ahora la palabra
improvisación les suene algo así como a chino mandarín. Y digo chino mandarín porque
es el chino más feliz de cuantos dialectos puedan existir en la China. A mí
siempre me ha sonado un poco como una campanilla. Y una campana es precisamente
lo que le ha sonado a Iván Lagares, el cual parece haber cogido el tren de la creatividad
hacia ninguna parte; un tren que no es un AVE, ni mucho menos, porque los
trenes de alta velocidad no llevan campanas, sino una locomotora de vapor, de
esas a las que no les importaba la contaminación ambiental, como tampoco a Iván
le importa lo que pueda pensar la gente. Piensen ustedes lo que quieran. Fue su
despedida antes de coger el tren. Que yo, igualmente, disfrutaré del viaje.
Entonces fue cuando sonó la campana y todos aquellos que no quisieron emprender
el viaje se quedaron en tierra, tristes y aburridos.
Yo fui la primera en comprar el
billete, pues si lo adquirías con antelación te daban opción a una visita
guiada a cada ciudad donde hubiera una estación y el tren hiciera parada. No lo
dudé ni un momento. Era mi oportunidad de conocer otros mundos diferentes e
introducirme en la más surrealista de las experiencias: la experiencia de la
improvisación.
Antes de nada, dejé mi equipaje
en uno de los estantes del vagón, deshaciéndome así de toda la carga superflua
que pudiera llevar encima. Para este viaje solo necesitaba un poco de yo misma,
un pedazo de otra cosa y una pizca de no sé qué. El resto era totalmente
innecesario. Sin embargo, no quise dejarlo en casa, ya que de una u otra
manera, siempre terminaba necesitándolo.
Sonó de nuevo la campanilla.
Habíamos llegado a la primera estación. Los brillos del cristal de la ventana
no me dejaban apreciar bien lo que había fuera, o dentro, no sé. Así que, sin
dudar un momento, salí a ver qué era lo que me deparaba aquella misteriosa
parada.
En
la estación colgaba un cartel donde estaba escrita la palabra stratosphere.
En seguida me introduje en un mundo extrañamente colorido, ventoso, movido y
con cierto tufillo a óleo. Era como un mundo meteorológico, daltónico y algo
mounstroso. Era realmente inquietante.
El guía me invitó a dar un paseo por aquel paisaje rocambolesco y yo le
hice caso, porque para eso había pagado mi billete con antelación. Aquella
naturaleza sinuosa y oscura que parecía estar deshabitada resultó ser un merendero.
Y como todo merendero, estaba repleto de domingueros provistos de manteles de
cuadros y cestas de mimbre esperando ser saqueadas por algún pariente lejano
del oso Yogui. Y cuál fue mi sorpresa al
comprobar que uno de esos grupos ociosos estaba formado por Munch, Van Gogh, Max
Ernst y otros pintores los cuales, pesar de la baja temperatura y de que el cielo amenazaba
lluvia, disfrutaban de su merendola con gran regocijo. ¡Qué locura! Pensé. Pero
lo cierto era que me hubiera encantado unirme a ellos.
La
segunda parada tardo bastante tiempo en llegar. Cuando tocó la campanilla
apareció en el vagón una extraña señora con uniforme de azafata, acompañada de
una criaturilla en miniatura que parecía salida de un anuncio de compresas sin
alas, ya que era de todo menos voladora. La supuesta azafata era un híbrido
entre una máscara africana y un retrato
expresionista salido directamente de un bombardeo de la Segunda Guerra
Mundial. Derrepente se puso a hacer
gestos extravagantes, como si quisiera decirnos algo, pero la que en realidad
hablaba era la pequeña menstruación que habitaba en su hombro. Fue un rato
totalmente difuso e inconexo, que terminó con el regalo por parte de la mujer
de un bonito jarrón de flores que pasó a decorar el vagón del tren. Para combatir
la contaminación, dijo. Y se fue.
La
tercera parada me dio tanto miedo que me quedé paralizada en mi asiento y me
negué a salir. Por la ventana, entre los brillos y reflejos del cristal, vi un
gran robot del ciberespacio que se acercaba a gran velocidad hacia nosotros.
Era tan rápido su paso que ni siquiera se le escuchó llegar. Cuando estuvo
cerca, pude ver que guardaba gran
parecido con una figura futurista. Entonces comprendí el porqué de su
velocidad. Al final resultó que era inofensivo. Tan solo quería preguntarnos si
veníamos desde muy lejos. Qué alivio. Una vez satisfecho con la respuesta, se
volvió tan rápido como había venido.
Muchas
otras estaciones recorrimos durante el trayecto. Tantas y tan pintorescas que
me sería imposible describirlas sin volverme loca en el intento. Solo podría
decir que tenían todas algo en común. Como si perteneciesen a un mismo mundo.
Esos colores intensos, esos vacíos que llenaban el espacio como si de otro
espacio se tratase, fantásticas criaturas mitad mounstro, mitad mounstro
también; carteles con palabras indescifrables que le hacían a uno preguntarse
quién las habría escrito y por qué razón…todo era tan…tan improvisado, que se
diría que hace un segundo aun no existía.
Se acercaba el final del trayecto. Pasaron entonces los
recolectores de billetes para asegurarse de que ninguno de los pasajeros nos
habíamos colado en el tren sin pagar. Yo estaba tranquila porque era una
viajera honrada. Pero, así como quien no quiere la cosa, el hombre que se
sentaba a mi lado disparó contra una de las pequeñas recolectoras de tickets,
acertándole en toda la cabeza. El inocente bichito se dio la vuelta aturdido y
continuó con su tarea como buena trabajador. Y el hombre, con toda la
parsimonia del mundo, regresó a su asiento y se durmió. En uno de los ronquidos
vi salir espantado a Pepito Grillo de su gran bocaza abierta.
Al fin llegamos a nuestro destino, que no era otro que el
principio del viaje. Volvimos, pues, a la realidad, la cual se me antojaba un
tanto monótona después de todas aquellas experiencias vividas.
Antes de apearme den tren quise despedirme del guía. Su
nombre era Iván Lagares. Aunque casi no lo vi en todo el viaje, ya que tan solo
nos dio unas leves explicaciones de cómo afrontar la aventura, dejándonos
pulular a nuestro libre albedrío por aquellos mundos paralelos, le estaba muy
agradecida. Le di, pues, mis más sinceras congratulaciones por el viaje
caleidoscópico y chiripitiflautico en el que nos había embarcado. Recogí mi
equipaje y volví al mundo.
Mientras caminaba de regreso a casa iba pensando en todo
lo que había visto. Mi conciencia me interrogaba sobre cada detalle de ese
universo circunnavegante y archicamaleónico. Por un instante, sentí una
iluminación, sino divina, al menos, terráquea. Llegué a la conclusión de que
aquel sospechoso guía no era otro que el creador de esas criaturas. Alguien que
sin pensarlo demasiado, agarraba el pincel y daba entera libertad a su imaginación,
supliendo la inexperiencia con una gran capacidad de improvisación. Simplemente
se divertía y quería transmitir esa alegre pasión que sentía al mancharse las
manos de pintura e impregnarse del farragoso olor a óleo. El resto lo deja en
nuestras manos.
Piensen ustedes lo que quieran. Él, ha disfrutado del
viaje.
Hasta el 21 de Abril
Correo de Iván Lagares para cualquier consulta: iv_anco@hotmail.es
Correo de Iván Lagares para cualquier consulta: iv_anco@hotmail.es
Gracias Lucía por aclarármelo.
ResponderEliminarDesde hace unos días, pensé que se me había perdido el juicio por alguno de los muchos lugares que pateo.
Ahora entiendo que subí a un tren, viví coloridas improvisaciones, y al final del trayecto otra vez el inicio, pero con otra visión de la belleza. ¿Cómo te diría yo?... Más fértil, más atrevida, más nueva, más imprevista, más Lorquiana, más Ivanquiana. Eso es: más Ivanquiana.
Perfecto. Aunque ya sea otro, mi débil juicio aún me sigue.